Los emigrantes

Irse.

Bolsos, valijas, la soledad puede ser la compañía en seco de un bártulo cerrado. Y que, abierto unas horas después, entregará fragmentos dispersos de un mundo que ha desaparecido: la remera de dormir y unas medias compradas en el Once que, en Barcelona, en Miami, en el DF, se vuelven pedazos de materia reconocible pero atomizada, balbuceos de lo que ha quedado atrás. Irse, finalmente, ser el que se va, es una contracción mayor.

Durante la segunda mitad del siglo XX, la Argentina fue convirtiéndose en un país que, cada diez o quince años, te invita a partir. Y los argentinos, en personas cada vez más entrenadas en aceptar la invitación. La última vez fue en el año 2001, 2002, cuando alguien desconectó la música de un tirón y la fiesta de los 90 se terminó de golpe para todos. En el piso quedaron esparcidos los restos de un festejo desmadrado, y entonces irse fue menos una opción que una única salida. 

Alejandro Lipszyc trabajó delicadamente sobre el filo de un instante, sobre la perentoria dilación del final, y obtuvo las imágenes de lo que ya se deshace, pero aún no: un relato de la inminencia. La quietud reposada de esas caras, de esos bolsos y valijas, es el reverso exacto de su fugacidad siguiente. Una última foto en lo que fue la puerta de la última casa. Y después, ser lo que tantas veces hemos sido, lo que tantas veces el país nos ha llevado a ser: emigrantes, gente yéndose, en algún caso yéndose para siempre.

Alejandro Seselovsky, Buenos Aires, 6 de octubre de 2009

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